El síndrome de la silicona

Me resisto a creer que la superficialidad sea el signo que mejor define a estos tiempos. Pero a decir verdad, las pruebas de banalidades son mucho más visibles que las tímidas evidencias del signo opuesto.

Decía Antonio Muñoz Molina, en un estupendo debate sobre la supervivencia del libro en la sociedad actual, durante el Congreso de la Sabiduría y el Conocimiento de Córdoba, que “la lectura forma parte de un continuo y la capacidad de enterarse de lo que es el mundo (se consigue) prestando una atención sostenida”. Nada más cercano a cómo entiendo también la realidad. Y añado, nada más certero sobre lo que simboliza la lectura en el contexto actual, donde prima la tecnología y la prisa, siendo además un argumento extrapolable a los comportamientos sociales en otros muchos campos.

Hemos fraguado un mundo de excesos que, igual (precisamente es lo que dudo), sobrepasan nuestra capacidad y habilidades como seres humanos. Manejamos tecnologías muy complejas que, la gran mayoría, apenas entendemos más allá de su nivel estricto de herramienta “que permite hacer”. Pero esas velocidades de proceso, que inciden en el acceso y envío de información, pero sólo de ello, no son compatibles con el conocimiento real de los significados que hay detrás y su cotejo, comparación y encaje en el entramado neuronal que los debería procesar y dejar residente en nosotros como seres vivos.

Ha dependido de la inteligencia de algunos llegar hasta aquí, de su inquietud, esfuerzo y chispa intuitiva hacer realidad eso que Walt Disney definió y que tan bien enraíza en la imagen que tenemos de él: “si puedes soñarlo, puedes hacerlo”. Pero no depende de este tipo de genios el que las posibilidades de la tecnología nos arrastren a una lógica estrictamente posibilista. No es la tecnología lo que nos hace entender cómo se desarrolla la vida o por qué las palabras, las imágenes, las emociones nos mueven de forma prioritaria y trascendente. En realidad está en nuestras manos dejarse llevar por la corriente de lo banal y anecdótico o, al contrario, hacer prioritarias la profundidad y la calidad de lo accedido. Y ya sé que es difícil no caer en la tentación de quedarse en los titulares o filtrar de pasada Facebook o Twitter, por poner un ejemplo, y pasar a la siguiente llamada de atención como quien espera que llegue el tren y cuando éste llega por fin nos arrebata, sin la más mínima indulgencia, de cualquier otra cosa.

 

La lejanía del argumento

Excusas para quedarnos en la simpleza de la capa exterior no nos faltan. La escasez de tiempo, lo efímero de lo leído/escuchado/visto, lo espectacular de sus llamadas, y hasta a veces la fuerza de quien lo sostiene, tienden a perpetuar una ceguera artificial y destructora. Estas excusas que nos ponemos son filtros ilusorios que nos ayudan a ir a favor de la corriente, anteponiendo el pretexto de que es la forma de pertenecer al grupo o de haber sucumbido a una especie de indefensión aprendida que resulta irremediable en la actualidad.

Porque las ayudas no faltan. Sobran opiniones puntuales de políticos y famosos, supuestamente influyentes, recogidas como afirmaciones categóricas en pomposos titulares de los medios de comunicación; resulta descorazonador que la dinámica establecida sea un consumo insaciable de hechos o supuestos, casi nunca trascendentes, a las que suceden y amortizan los inmediatos siguientes. Y así se ha concebido también el funcionamiento de las herramientas que son surten de tanta información. Las primeras páginas cambian continuamente, casi tan rápidamente como los muros o el carrusel de entradas a cualquier red social. Deliberadamente hacen que la oferta de información sea escueta y simple, y a ser posible poderosamente descriptiva y mejor desafiante. La abundancia de datos nos desafía a retenerlos en cantidades estratosféricas pero sin favorecer un sedimento de conocimientos de auténtico calado. Y es esta forma de plantear la realidad lo que nos aleja de disfrutar de la lectura, ahorra profundizar en el argumento, esquiva la posibilidad de ahondar en los matices y no quedarnos en lo genérico y evita cualquier empeño de utilizar una visión estereoscópica capaz de perfilar las múltiples facetas de la verdad que nos muestran.

Y llegada a este punto concentro mi atención en exclusiva en el operario que pasa junto a mí portando un enorme dispensador de silicona, dispuesto a dar una solución, temporal y superficial por supuesto, al enésimo problema de alguna construcción cercana y ajeno a haber ejemplarizado en plenitud el sentido último de estas líneas.

 

Ángeles Jiménez

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