Fotografiar, dejar el alma al descubierto

Ninguna frase define tan bien a la fotografía como aquella de Henri Cartier-Bresson: “Fotografiar es poner el ojo, el corazón y el objetivo en la misma línea”. Ninguna conjunción sintáctica podría ser más concreta, elocuente y emocional que la del maestro. Sin duda por el perfecto engranaje del concepto con el saber hacer, el demostrar con evidencias múltiples el acierto pleno en la sencillez. Sin querer traerla al presente, percibo su enorme sombra ante cada asomarme al visor de la cámara. Nunca, nada, por nada y ante nada el corazón queda indiferente ante una imagen compuesta por la realidad y fraguada por la vida. El ojo, la crítica; el objetivo, el límite; el corazón, la fuerza de la emoción.

Resulta paradójico explicar la fotografía, un arte visual por excelencia, a través de expresiones que en realidad son conceptos y, además, finamente sublimados. Pero no resulta paradójico que sólo los mejores fotógrafos sean capaces de expresarse sintácticamente con la misma concreción con la que utilizan sus objetivos y con la misma elocuencia con la que presionan el disparador desde la firmeza del líder y la fidelidad del adicto. Sin duda, esto es el reflejo de la estrecha relación entre la idea que persiguen y su singular capacidad de plasmar esa idea en imágenes al alcance de todos.

Fotografiar es describir la esencia de las cosas sin poner un ápice de subjetividad en ellas y, sin embargo, incorporando a la realidad estricta el acento inequívoco que da la perspectiva propia. En la composición, apenas en una milésima de segundo, se recoge de un plumazo lo efímero y para transformarlo en real y permanente, en mensaje enhebrado para una/o misma/o pero abierto a otros y con la rúbrica exacta que le hace permanecer como acierto o desacierto para siempre.

Pero estas cosas no se aprenden en los libros. Hay veces que el visor confirma que el intento será una frustración más, y entonces me repito en mantra perentoria aquella otra frase que contribuyó a convertir la vida inetiquetable de Robert Capa en parte del mito: “Si tus fotos no son suficientemente buenas, es que no estás suficientemente cerca”. Y siempre es así. De nada vale la técnica, ni el más preciso de los objetivos; cada toma, cada instante secular requiere un punto y solo uno que relaciona al fotógrafo con el objeto de su interés, como si un lenguaje primitivo y personal reconociese por fin en el otro las claves para revelar el mensaje, para dejar el acento en la “a” correcta, en el punto y final elegido como perfecto.

Y menciono por fin a Krebs, que nada tuvo que ver con la fotografía y sí con la fiebre del pionero, para relacionar la fotografía y la vida como cruce de caminos del ser humano moderno: “Investigar es pasar por donde pasan otros pero ver lo que otros no han visto”. La fotografía es capaz de sublimar definitivamente el mismo concepto y capitalizarlo para ofrecer a quien “ve” la posibilidad de, además, entender lo que ve a través del detalle explícito y el mensaje implícito. Y de poco sirve el relato amable y condescendiente que pueda acompañar a lo expuesto; el entorno, la descripción del porqué y el para qué apenas sirven para introducir al “ignorante” en el universo interior del fotógrafo. Ayudar con argumentos a poner en contexto el motivo es un ejercicio inútil si, en definitiva, no es el corazón quien finalmente alcanza a ver enfocado y nítido.

Angeles Jiménez

Publicado por primera vez 3/2010

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