Segunda etapa de viajes con caballos (3)

Desde Alejandría a El Pireo

Al anochecer del día 4 de abril de 1955 salimos de Alejandría. Llegamos a El Pireo el día 6 por la mañana. Dada su tendencia a los cólicos, de la que iba advertido, en forma preventiva, desde el primer día de viaje fui alimentado al caballo Almanzor a base de lechugas y otras verduras, pero antes de llegar a puerto ya tenía el cólico. Lo vio un veterinario, que nos trajo, entre otras cosas, una especie de aceite espeso para mezclárselo en la comida.

Por nuestra cuenta agregamos las lechugas y la cebada cocida, mezclada con el aceite. No resultaba ser un remedio total. Hubo que dárselo en la palma de la mano para que lo tuviera que comer muy poco a poco. Así conseguimos mantenerlo sin que llegara a ponerse malo en forma grave los 25 días con sus 25 noches que nos quedaban de viaje hasta llegar a Madrid. De entrada, mis compañeros, estuvieron conociendo Atenas; yo no pude ir por estar al cuidado del caballo de día y de noche. Esto me pasó en casi todos los puertos a los que arribamos. Me sentí compensado al poder entregar el caballo a su dueño en Madrid, diciéndole: “¡Sin novedad en el viaje!”.

Desde El Pireo pasamos al Parnaso. En el fondo de una profunda bahía, entre unas grandes montañas, había un cargadero de mineral, en este caso, de aluminio en bruto. Debía de haber una mina y, por la media ladera, venían las vagonetas por raíles a descargar el mineral que, por medio de una tolva y un tubo, llegaba a la bodega del barco.

A media mañana del 5º o 6º día en el cargadero salimos rumbo hacia el canal de Corinto. Entramos en él a media noche. Resultó ser todo un espectáculo, y más a la luz de la luna. Tuvimos hasta esa suerte. El barco, muy despacio, parecía que iba rozando la pared de cada lado. Mirando para arriba no veía el final de los taludes. Daba la impresión de que llegaban al cielo. Resultaba algo maravilloso, difícil de explicar.

cncorinajSaliendo del canal, entre aguas del mar Jónico y el Mediterráneo llegamos al estrecho de Mesina. Aquí sí sucedió algo digno de mención. Había preparado una carta dentro de un sobre con las señas y dinero para el franqueo, metido en una botella tapada. Al pasar cerca de un barco de pescadores, les mostré la botella y la tiré al mar. Ellos la recogieron con gran sencillez. Como estaba previsto, la carta llegó a su destino. Iba dirigida a mis padres. La idea me la dieron los marineros de nuestro barco; parece que se solía hacer en plan amistoso. Por tradición, en viajes de muchos días o de meses, los barcos se ven aliviados por medio de pescadores u otros barcos que hacen puerto todos los días o en cortos espacios de tiempo para mandar noticias a sus familias, en primer lugar, y otro tipo de necesidades.

 

En el estrecho de Mesina

Era sobre las 17 horas del día 14 de abril de 1955, aún dentro del estrecho de Mesina. La tarde era soleada, no hacía aire y el mar estaba en calma. Me encontraba sentado en la escotilla, tomando el sol y leyendo, creo, una novela. Justo delante de mí, al otro lado del pasillo, un poco a mi izquierda y en la dirección del barco, los caballos en sus casilleros, a mi vista. Me levanté sorprendido por un fuerte y extraño ruido sobre el barco, en el momento que recibí el azote del agua de una ola que me tiró para atrás contra la escotilla en la que estaba sentado. En el mismo momento, el techo de los casilleros quedó aplastado sobre las cabezas de los caballos.

La ola había inundado la cubierta del barco con un fuerte espesor de agua. Los marineros con una grúa levantaron el techo del casillero y lo amarraron; ya no se movió en todo el viaje. En aquel momento mis compañeros se encontraban en sus camarotes por lo que se perdieron el espectáculo. Pero todo quedó en un susto, para mí y para los caballos.

La noche, en parte, se presentaba tenebrosa. Ya no dejaron de pegar las olas hasta la mañana siguiente. Al anochecer, en un momento oí un golpe del agua y el relinchar de los caballos. Sin pensarlo, abrí la puerta para salir a ver qué pasaba. Me encontré con un golpe de agua que, además de ponerme como una sopa, entró por el pasillo y llegó hasta la cocina mientras yo pude cerrar la puerta. A la vista de esto, la comandancia del barco nos dijo que, pasara lo que pasara, no saliéramos de nuestros camarotes. Pusieron un foco de luz arriba en el puente y desde allí estuvieron vigilados toda la noche los caballos por hombres de la tripulación.

A mí se me hizo larga la noche. Las olas venían, en forma oblicua de delante para atrás por la derecha del barco, justo donde estaba el ojo de buey de mi camarote. Primero oía la ola pasar y después oía el relinchar de los caballos con el ruido del agua contra el barco. Cuando escuchaba los relinchos pensaba que todavía, por lo menos, quedaba alguno.

Por la mañana se calmó la pesadilla; estaban todos los caballos y con buen aspecto. El agua les había bañado las patas toda la noche, hasta la altura de la tripa. Eso les había facilitado la circulación. El hecho de ir en el barco no impedía que se echaran, mientras el mar estuviera tranquilo podían hacerlo. El inconveniente era la falta de espacio. Cuando se desplomaban, podían ser pisoteados por los otros. Si no se les ayudaba, lo normal es que ya no se levantasen por sí solos.

 

Génova, Barcelona y Madrid

El barco portaba chatarra: tanques y otros vehículos que habían quedado por el desierto durante la II Guerra Mundial contra los alemanes. En principio, quiero decir que me llamó la atención cómo algunos de los tripulantes desmontaban piezas de los tanques u otros vehículos como cojinetes o rodamientos. Pero tratándose de chatarra, era extraño ver que las piezas estaban totalmente nuevas e incluso engrasadas. Nunca pregunté para qué querían aquellas piezas; me figuré que sería para venderlas a talleres de mecánica. El destino del cargamento en sí era este puerto.

Coincidió que estaban en huelga los obreros que tenían que descargar el barco. Trabajaban medio día de cada dos. Eso motivó que estuviéramos allí ocho días, y aún nos marchamos sin que hubieran terminado de descargar todo. La estancia de tantos días terminó siendo monótona para nosotros. Los caballos aguantaron bien, sin desplomarse ninguno más; nosotros siempre atentos a sus necesidades, ayudándoles en lo que podíamos.

Desde Génova viajamos directos a Barcelona, donde desembarcamos el día 27 de abril (1955). Todo fue normal aunque con un detalle: al parecer colocaron mal el cajón de las monturas mías y se escapó de la grúa cayendo al suelo, rompiéndose la tapa. Además de las monturas, venían algunas cosas de valor que me habían entregado los dueños de los caballos para traerlas ocultas entre el equipaje. Yo, al principio, me sentí preocupado, pero nadie dijo nada. Se metió todo otra vez en el cajón, y el viaje siguió sin más.

Al día siguiente, día 28, salimos en el tren y llegamos a Madrid (Atocha) el 30. Después de desembarcar, dejar los caballos en sus correspondientes cuadras y entrar en nuestras casas, respiramos profundo y aliviados. Fueron 10 días de ida y 30 días de regreso. Para jugar ocho partidos de polo, tres meses en el empeño: febrero, marzo y abril. Lo normal es jugar tres partidos por semana. Misión cumplida: “¡Sin novedad en el viaje!”.

P. D. La medicina que nos recetó el veterinario en el puerto de El Pireo (Atenas) para el caballo que padecía de cólico permanente se la hice tomar todos los días, durante el mes que duró el viaje. Sigo creyendo que fue su salvación. Continué viendo al caballo durante los años siguientes, montado por alguno de sus dueños. Por eso estuve al corriente de que no había vuelto a ponerse malo. Siempre creí que el milagro lo hizo aquella especie de grasa espesa. Tuvieron que pasar 30 años para que un veterinario en España conociera tal medicina y su empleo. Se la recetó un veterinario del hipódromo a un caballo nuestro con problema de intestino. Aquella “grasa espesa” resultó ser vaselina líquida. ¿Cuántos caballos y otros équidos morirían de cólico en 30 años y nuestros “galenos” sin enterarse desde abril del 1955 al 1985? Casi nada.

 

ajr52clredAntolín Jiménez
(texto escrito a principios de los 90’)

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