Les desborda la alegría. No hay sutilezas menores ni mayores en el gesto y el despliegue circunstancial de besos y sonrisas por doquier. Refieren cien puntos de naturalidad y, bien al contrario, esconden otros cien y más de falsedad mimetizada con el ambiente, todo ampulosidad y sobreactuación. Me refiero a la actitud de los políticos en las escenas finales de esos mítines, cuya mejor descripción es de barriobajeros; me refiero a su pastoso asentimiento a los aplausos y la fastuosa complicidad con tanto estómago agradecido que los circunda.
Pero este festejar absurdo en las crípticamente apodadas conferencias “políticas” no puede aspirar a trascender más allá de ese momento espurio, insustancial y del todo banal. Y no puede porque su principal objetivo es una simple y paradójica puesta en escena durante los veinte y pocos segundos de gloria que admiten y amplifican las cámaras. Si no fuera así, estas comeditas de barrio dejarían por fin de ser un hazmerreír trasnochado y pueril donde los zascandiles de la política parecen encontrarse como pez en el agua.
Porque para congratularse, lo que es congratularse, no veo los motivos. No creo que sus “logros” sean precisamente motivo justificable de festejo. Si lo ejemplarizo es más fácil de entender: más paro, mayor número de mujeres muertas por sus parejas, deuda en crecimiento o clara inseguridad jurídica, menos derechos, sanidad, educación pública y apoyo a la discapacidad, e insultante abandono de la investigación y la cultura. Una relación somera, pero un relato más que suficiente como para que nos pongamos todos, exceptuándoles claro está a ellos, contentos.
Quizá será deformación, pero por más que lo intento no consigo encontrar en estos alegres políticos ni un ápice de las intenciones honradas que proclaman. Es obvio el afán pervertido de copia en la representación del triunfo deportivo. Pero no cuela. Alzar los brazos en comandita y autofelicitarse en medio de un atronador sonido de himnos, como si de coronar L’Angliru se tratase, es sencillamente una ridiculez, y la vista del grupo de comediantes de barrio me produce una sensación incontrolable de vómito.
Y es el que el gesto merece un acompañamiento de altura y no unos actores rastreros y artificialmente ampulosos. Sin duda sí mereció el gesto grandioso de triunfo la entrada de Abel Antón en el estadio de la Cartuja de Sevilla, a unos escasos centenares de metros de proclamarse campeón del mundo de maratón; lo engrandecen siempre Sharapova, Federer o Nadal cuando disparan su emoción contenida al superar por fin el match ball de un Gran Slam; lo contagian inevitablemente las selecciones españolas de waterpolo, balonmano o baloncesto (que últimamente suelen ser femeninas, conste) cuando festejan (y no precisamente con el apoyo de los medios) sus coronas mundiales o europeas. Lo merecen, y merecen por ello compartirlo; escenifican la gloria porque realmente la conquistan por derecho. Nada les falta: sacrificio, tenacidad, esfuerzo, honradez, espíritu de equipo y, sin dudarlo, la mano tendida al perdedor, como siempre debe ser.
Tampoco imagino a los políticos auténticamente grandes haciendo de atracciones de feria. Sería completamente imposible. No imagino a un Churchill o a un Roosevelt haciendo de marionetas saltimbanquis en el escenario. Será por eso que su visión de estado o su capacidad para comprender y enderezar el mundo ha trascendido en la Historia, incluso más allá de aquel inolvidable gesto de victoria del primero, resultado de una cabeza de auténtico líder.
Meritorios de derribo
Ya sé que el escenario se utiliza a modo de catapulta, pero es sólo gracias a la amigable comprensión de una audiencia fieramente interesada en la adulación que se consigue. Casi siempre, por no decir que sin excepción, se apoderan de las primeras filas los que allá dentro, en el refugio insondable de su corazón, darían algo por estar ellos mismos en el escenario, y rellenan el aforo los beneficiados por manipulación interesada de los aprendices de actores. Así es fácil subir al atril y explicar para convencidos y por enésima vez lo inexplicable: que su único objetivo es tener el poder y mandar, y que fuera de ahí, advierten sin rubor, sólo hay frío y pobreza.
Echo en falta, eso sí, una mínima progresión en las actuaciones. La escenificación teatral es mucho más exigente que el oficio que demuestran estos cortitos meritorios. Si su sustento no dependiera en exclusiva del vasallaje calculado y permanente a la sombra del poder de sus partidos no podrían ganarse la vida. Y es que no progresan. Recalcitrantes y simbióticos, no mejoran ni con las centenares de horas de rodaje propias y de prestado a las que se entregan arrobados. Un auténtico desastre: dicción insuficiente, impostura mal apoyada en el gesto, convicción a todas luces deficiente. Malos actores y peores políticos. Nada podría mejorarlos, les falta honradez, les falta profundidad en el oficio, se les derrama la soberbia por todas las costuras.
Definitivamente ninguno de los nuestros pasará a la Historia, y por eso será el tiempo y no ellos quien se encargue de escribirla.
Angeles Jiménez
Publicado 11/09/2014