La triste imagen de nuestras jacas
El aspecto de nuestros caballos al final del viaje hasta llegar a El Cairo se inclinaba a lo lamentable. Habían estado entre cuatro y cinco meses sueltas en el campo. No habían trabajado desde el mes de octubre anterior, cuando estuvieron jugando en Francia y España. Tenían el pelo de invierno (muy largo) y el viaje de 10 días encima, además, a medio pienso. Para el que no supiera sus historias podía pensar cualquier cosa.
Nosotros sabíamos bien a lo que habíamos ido, el estado en que se encontraban las jacas y los pocos días que teníamos para su preparación, según nos dijeron de 20 a 24 días. Sobre eso montamos la estrategia: 10 días de marchas, con aumento de trabajo, según lo fueran asimilando y, a partir de ahí, trabajos de adaptación para jugar y abrirles los pulmones.
Cada uno de los tres hombres teníamos a nuestro cargo y preparación tres caballos. El entrenamiento, aunque con un corto espacio de tiempo, fue bastante bien. Teníamos buenas pistas para entrenar, tanto para hacer marchas como para trabajos de reunión. Las jacas demostraron que les habíamos ajustado bien los trabajos. El público, que se había formado otro concepto, se quedó con la boca abierta viéndolas jugar. Se jugaron y ganaron todos los partidos: ocho en total.
Así que satisfechos por el resultado de nuestro cometido, aún tuvimos tiempo de visitar y conocer muchas cosas interesantes, tanto en El Cairo como fuera. Nuestra primera visita fue a las Pirámides. Algunas eran muy grandes. Pero entre grandes, menos grandes y pequeñas, eran muchas las que había.
Misión cumplida y el origen del viaje
Este viaje fue motivado por el cambio de política en aquellos momentos en Egipto. El rey Faruk había sido derrocado y expulsado algunos meses antes tomando el poder los jefes militares Naguir y Naser. De forma definitiva fue Naser el que tomó el mando. Para ir a las Pirámides, pasábamos por la casa donde Naguir estaba recluido en arresto domiciliario.
En el mismo recorrido se veía la fábrica de tabaco del Sr. M. Con el cambio de régimen, la fábrica de tabaco pasó a ser del Estado y la familia optó por venirse a vivir a España. Así, por algún motivo que en algo les beneficiaría en los trámites, decidieron celebrar aquel torneo de polo que motivó el traslado de caballos y, en definitiva, hacer este viaje. Eran un grupo de amigos decididos a hacer algo por ayudarles.
Anécdotas
En el brazo del Nilo que se separa al llegar el río a El Cairo para unirse después se forma la isla de Gezira, donde está el barrio residencial de Zamalek. Dentro del cauce del río había casas habitadas flotando, con dos o más pisos, amarradas a la orilla; subían y bajaban, según el nivel del agua. Nos llamó mucho la atención.
Una tarde íbamos de paseo, en plan de trajeados, con zapatos y corbata. Había un carro de traperos, grande, en forma de galera, parado en medio de una calle, dentro del barrio de Zamalek. Iban enganchados cuatro caballos y un burro delante que hacía de guía. La circulación cortada. Entre cuatro hombres, jóvenes y fuertes, sostenían el burro en el aire, pero éste no enderezaba las patas y, en cuanto lo dejaban, se quedaba tumbado en el suelo.
Se veía por el semblante de aquellos hombres que no encontraban el remedio. Les dije a mis compañeros: “esperad un poco, que voy a levantar el burro…”. Todos los hombres del carro, al entender mis intenciones, se ofrecieron a ayudar pero lo rechacé. Por señas y ademanes conseguí que me dejaran solo. Nos podemos imaginar las caras de sorpresa de todas las personas allí reunidas. Con mi pinta de “señorito” y, en menos de un minuto, el burro se levantó.
El truco es sencillo, consiste en cogerle bien los dos ollares y no dejar respirar al animal hasta que esté levantado. Hacen fuertes intentos para escaparse, y si consiguen respirar no se levantan. No era la primera vez para mí. Hay otros métodos para hacer que se levanten, pero este es el más suave, el menos molesto y el más efectivo.
Las cosas bien hechas, bien parecen
A nuestra llegada a El Cairo, entre distintas personas, nos regalaron muchos cartones de tabaco. Los repartimos a partes iguales entre los tres que éramos.
En los viajes de la mili y en las acumulaciones de personas, participantes en los concursos hípicos de provincias, había aprendido a no fiarme de nadie. Así que yo, el cajón de las monturas y correas, lo mismo que mi maleta, cerrado con llave. Lo que más robaban era la cebada de los caballos, para venderla y sacar dinero. En la cuadra de El Cairo seguí con todas mis cosas guardadas bajo llave.
Una tarde, cuando ya nos íbamos para el hotel, se me había olvidado algo y volví. Al tocar la puerta de la calle oí cerrarse la tapa de un cajón de monturas. Estaba algo oscuro dentro y esperé un poco antes de entrar. Al momento apareció un hombre (negro, por cierto) agachado, simulando haber perdido una llave (que me mostró, como que ya la había encontrado). Su cara era de susto; sabía que si yo daba parte lo iba a pasar mal.
Se lo dije a mis compañeros. Al hacer sus correspondientes recuentos, les faltaban varias cosas además del tabaco. A mí, no me faltó nada, e incluso traje varios cartones de tabaco a Madrid.
Empieza la vuelta
Con los últimos días del mes de marzo de 1995 terminó nuestro cometido: el polo. Salimos en tren de El Cairo el día 1 de abril. Llegamos a Alejandría al día siguiente, a la espera de que llegara el barco. Fuimos instalados en un cuartel de la policía a caballo. Se portaron muy bien con nosotros. Nos invitaron a ver sus cuadras; los caballos eran todos árabes, más pequeños que los nuestros. Los tenían sin castrar y muy bien cuidados. Mereció la pena verlos; fue muy interesante nuestra visita.
Así que estuvimos tres días en Alejandría hasta poder embarcar. Primero, no teníamos barco; segundo, faltaba mucha madera de la que habíamos dejado almacenada y bajo control. El barco de ida fue el Benicasin; el de regreso, el Castillo de Aulecia. Éste era ruso, botín de la guerra española de las tropas de Franco. Tuvieron que contratar carpinteros para hacer los casilleros de nuevo.
Un coronel de la policía urbana se erigió en nuestro taxista y, en coche oficial descubierto, nos llevaba y traía en nuestros movimientos para arreglar los documentos. Era escalofriante la velocidad a la que iba por las calles de Alejandría. Sonando el pito al máximo. Los guardias de la circulación, en cuanto oían el pito, paraban la circulación para dejarle el paso libre. Nosotros pensamos que era su “hobby” del que se sentía ampliamente divertido y eufórico.
(Antolín Jiménez) (sigue)