El dolor es un compañero ingrato, ni aplaude, ni jalea e, incluso, cuando apenas susurra, impone su voz desmemoriada circundando gestos y querencias. Esa es la cruda realidad del dolor y no otra.
Pero llega un día que alguien te pide un reto que es más que un imposible, si es que algo puede ser más que la magnitud suprema. Te sugieren pasar el olvido del dolor a imagen, a traducción conceptual. En ese instante irrepetible de indecisión, todas, las muchas instantáneas, son ejemplo, y todas, las tantas veces aborrecidas secuencias, singularidad plena. Te preguntas cómo hacerlo, cómo dejar que el dolor sea apenas un recuerdo. ¿Existe acaso esa verdad? ¿Hay certidumbre de que el aprendizaje neuronal puede ser borrado y transformado en una posible vuelta atrás? Todo mi yo se revela y dice “no”, pero aún así desconfío de mi misma y espero a generar ideas.
Intento matizar mis recuerdos no tan lejanos ni tan completos. Intento desmembrar uno a uno los segundos y reabrir nuevos caminos que sumen esquejes de furor y los transformen en vulgares cenizas. Pero, sinceramente, no puedo. No me dejan las imágenes, no me dejan las palabras, no me dejan las lágrimas vertidas, no me deja en paz este silencio abovedado y tremendo que enmarca el recuerdo desde entonces.
Cerceno de aquellas horas la impotencia y me queda la rabia; enarbolo la bandera inevitable de la duda en el saber de aquellos médicos. Me envenena la tentación de gritar su ineptitud, de preguntar alto y claro por qué dejar que el dolor se apodere del alma cuando por falta de conocimiento, experiencia o compasión se hace dueño del cuerpo.
¿Por qué es tan difícil comprender el dolor? ¿Será acaso porque la vivencia, de tan interior como es, asusta? No, se trata sin más de que el sentir es único, privado, pleno y profundamente sustancial. Nadie puede sentir por el otro, repito, nadie. Si no fuera así, el dolor, de causa neurológica en mi caso, opresivo, lacerante e impío, recibiría más sinceridad y mejor medicina, tengo la absoluta seguridad.
Pero no todo es decepción, aun sigo teniendo cierta fe. Y la tengo porque sé que en medio del aquel recuerdo se esconde también la nubosidad en variable sintonía de la esperanza. Se me antoja próxima todavía la imagen de ese alguien que ponía fecha a la etapa final, traía luz al camino y yo encontraba una sonrisa empática en su seria expresividad profesional.
Que no juzgue nadie. Mientras se impone el dolor, apenas alcanzas a reconocer ese pequeño artefacto inventado que llamamos alma. Los hechos son tan parcialmente subjetivos porque nada es comparable a la huida del dolor, ninguna imitación es capaz de hacer tan pequeña el alma y dejarla acurrucada a la sombra del infierno, en mitad de la nada, empeñada en el esfuerzo de saltar hacia otro mundo, un universo onírico que sabes irreal pero que intuyes indoloro.
Quizá sea por eso que solo es posible hablar de dolor en el recuerdo cuando sus garras te han abandonado, cuando la borrachera analgésica abandona tu mente y en su lugar reconoces que fuera el cielo está azul, los espacios te esperan de nuevo y la sensación de paz es mucho más que una mera ilusión bioquímica y esta vez no artificial.
Ángeles Jiménez
Publicado por primera vez 29/10/2011