¿Han tenido alguna vez una mosca paliza revoloteando alrededor? Sí, seguro que sí. Nadie se libra de experimentar algo tan genuinamente irritante. La mosca mía, la que motiva estas líneas liberadoras, lleva tres días persiguiéndome. La invito amablemente a salir y rehúsa; intento motivarla con sugerencias alevosamente dirigidas y me esquiva; pretendo cazarla descaradamente y desaparece de mi vista.
Reconozcámoslo, son difíciles de entender. Son animales individualistas, curiosos, persistentes y muy, muy prácticos, van a lo que van y punto. Supervivir no es fácil y deben aprovechar los escasos días de vida que la naturaleza les concede (leo que de 14 a 70, y pienso que “menos mal”…).
La historia de mi mosca es muy sencilla. Se introdujo en la casa sin invitación por una de esas rendijas diminutas que una descuida en las ventanas, un reto al que parecen entregarse todas sin faltar una por afición y devoción. Apenas intuí que un vuelo indocumentado y extraordinariamente vectorizado se aproximaba, traté de interceptarlo, pero, claro, no hubo forma y se agazapó en el paisaje multicolor y anónimo de los libros. Será por eso que las moscas son siempre más listas que los humanos.
Al cabo de unas horas pensé que nada podía ser tan relajante como sentarse al caer la tarde a ver la final grabada del Master Femenino de tenis, con una bolsa de patatas fritas en una mano y un refresco de cola en la otra. Erróneo pensamiento, la mosca también tenía planes: disfrutar del partido desde un palco preferente a apenas 30 centimetros de la pantalla, siguiendo con indisimulado interés el ir y venir de la pelota y los cambios en el marcador. Incluida involuntariamente en los proyectos temporales de la mosca, no pude convencerla de que abandonase la posición, pero ella sí me convenció a mí de que no merecía la pena un partido con tantos extras. Terminé por renunciar y dejar el partido para otro momento menos concurrido.
Apenas iniciados los primeros bocados de la cena, reapareció. “¡Vaya! Debe de oler bien”, fue mi pensamiento. Aun así la invité a que, por favor, se buscase otro plato, otra croqueta y un vaso más alcoholizado que el mío. Ni por esas, allí seguía de invitada incómoda y buscavidas. Y ya, casi derrotada, me hice a la idea de que tendría que tratar de engañarla para que me acompañara a la cocina, a ver si la tentación de alcanzar la calle desde allí le resultaba una idea más atractiva que mi postre. Esta vez me hizo caso aunque solo a medias, rehúso de nuevo la libertad y prefirió posarse expectante en la única lata de galletas de chocolate a su alcance. Claudicando, le di las buenas noches y cerré la puerta.
No les voy a cansar más con las idas y venidas de mi mosca y yo en estos tres días que lleva camuflándose a ratos. Pero sí les voy a relatar el pensamiento crítico que me persigue desde hace días casi tanto como la mosca. Y es que estas moscas persistentes se parecen mucho a los políticos, esos que nos asaltan minuto a minuto con su revoloteo insípido, machacón y vociferante en medios afines y no afines pero siempre acríticos. Porque, por ejemplo, no dejo de preguntarme qué hace que una opinión de un político cualquiera (dicho de otro modo, propaganda política gratuita y manipuladora) sea considerada noticia y medio millón de personas manifestándose en más de 40 ciudades puedan pasar desapercibidas para estos mismos medios. O que importe tanto saber las tres ciudades que han visitado cada día los tan famosos candidatos y tan poco su olvido de incluir en su discurso los derechos humanos, la economía sostenible o la corrupción.
Yo, francamente, prefiero a mi mosca, por lo menos es sincera en sus apetencias y afinidades.
Angeles Jiménez
Publicado por primera vez 9/11/2011