El reflejo del sol trataba de ocultar la sombra maléfica caída sobre la piedra ancestral. Me costaba trabajo creerlo. Mi incredulidad se inspiraba en el supuesto, confirmado en erróneo, de que el ser humano está dotado de inteligencia. Pero, repito hoy, no hay tal. La afirmación es un auténtico insulto comparativo para aquellos que sí hacen del uso efectivo del murmullo neuronal un paraíso de creatividad constructiva y un referente de largo pronunciamiento.
¿El motivo de estas líneas? Algún descerebrado “ha tenido a bien” pintar con unas enormes letras verde-fosforito un saliente del acantilado cual si de una apetitosa pared de prácticas grafiteras se tratase. Indignación, enfado e impotencia son las emociones que surgen. No hay derecho. Semejantes animales están muy por debajo del más ínfimo baremo de inteligencia de aquellos que llamamos animales, tratando de diferenciarlos sin éxito de la adscripción natural del propio ser humano.
Se me viene a la memoria la tan afamada asignatura de Educación para la Ciudadanía. Pero, ¿es que acaso sabemos qué es ser ciudadano como para enseñar a ello? Especifica el Real Diccionario de la Lengua Española, en una de sus acepciones, que ciudadano es “el habitante de las ciudades antiguas o de Estados modernos como sujeto de derechos políticos y que interviene, ejercitándolos, en el gobierno del país”.
Y me pregunto (¡que malvada simplicidad!) que cuál es el auténtico interés en no educar para ello, de no atreverse a explicar por qué se debe ceder el asiento a un anciano o una embarazada; de no aprender a poner en común y discutir, aunque respetando la opinión ajena, para decidir a través de una fórmula tan sencilla como es el consenso; de no aceptar que el bien perseguido por el ciudadano debe ser siempre y con prioridad el que afecta a más personas, y especialmente a las más débiles; que lo público es de todos y, por tanto, protegible y protegido; que participar en la creación del bien común no es solo un derecho sino un deber sea cual sea el ámbito; que manifestarse es un derecho inexcusable que engrandece a la sociedad; que mantener nuestro entorno limpio, y tal y como lo diseñó la naturaleza, no es un capricho sino una obligación ineludible (y punible) para quienes ahora habitamos el mundo y quienes lo heredarán (si les dejamos algo) después.
No puedo dejar de preguntarme cómo podemos aspirar a que sepan Matemáticas quienes se empeñan en sumar un papel a otro en el suelo, que sepan Ciencias quienes se obstinan en rechazar el significado y el esfuerzo de reciclar, que acepten de buen grado las leyes quienes las desconocen y basan su aprendizaje en obligaciones injustas y el impulso dictatorial de administradores de lo público obsesionados por no ser molestados en su desidia.
Ser ciudadano no es hacer crucigramas en los escaños de ningún parlamento (y encima con los recursos de los que les dotamos todos los españoles, ¡tiene narices la cosa!), eso es simplemente una vergüenza. Pero sí lo es participar y aportar en las decisiones que nos afectan a todos, y hacerlo cada día y en cada estamento. ¿Será que no conviene hacer ciudadanos porque es más fácil pastorear ovejas?
Angeles Jiménez
Publicado 29/12/2012