Camino enredada en pisadas anónimas y circunstanciales. Decenas, cientos, miles de personas circulan alrededor. Apenas en fracciones de segundos mis pupilas reparan en banderolas, bufandas y camisetas blanquiazules que se arraciman en un único sentido, solo aparentemente superficial, de pasión por un equipo. Me empiezo a preguntar dónde residen, en qué lugar específico del ser humano se maceran tantas toneladas de fervor, tanta emoción entusiasta que tantas veces acaba desbocada.
Traspaso barreras, subo y bajo escaleras, me desplazo entre figuras insomnes y enceladas en las escuetas metas foráneas que resumen el triunfo en el campo. La multitud de figuras y voces convierten en anónima la búsqueda espacial del asiento. Reconforta, la verdad, saber que la ignorancia se disfraza de despiste en el eco enfervorizado de las masas.
El precioso verde del campo de abre por fin ante mis ojos. Un mínimo impulso me recrea en pasadas imágenes y detiene en un desliz mi concentración. Pero aún no hemos llegado. Para esporádicos asistentes como nosotros no es fácil adivinar el anárquico orden de las puertas, la sin razón de denominaciones tan anacrónicas y alejadas de su significado real como vomitorio o palco. Por cierto que pediría a quiénes deban enmendarlo que se adapten a los tiempos, ni el vómito es un acontecimiento habitual ni lo es la presencia de ciudadanos corrientes en verdaderos palcos.
Hoy me toca sufrir por el equipo. Los muchos mil asistentes están en alma y cuerpo con el equipo local, y sólo unos poquitos sufrimos esta tarde a contracorriente. Pasa un rato hasta que me convenzo de que la enfervorizada adhesión del grupo de ultras que tenemos por debajo no es un movimiento espontáneo sino toda una organización orquestada y ciega (porque ni siquiera miran al campo). Y no es fácil ignorarlos, intuyo que les retribuyen en función de la insistencia y compruebo con la correspondiente protesta de mis oídos que hoy, seguro que como tantos otros días, se lo están ganando y tienen el viento a favor.
Discurre el partido con los ¡uys! y los ¡ays! en ambos lados. Los jugadores van y vienen, pelean y se reconcilian, aciertan o desaciertan por igual, pero lo que cuenta es el logro de meter ese objeto impredecible llamado balón en la portería. Y los locales ya han hecho ¡ay! una vez en la mía pero los míos no pasan del ¡uy! en la suya.
Se acaba el tiempo. No más minutos por jugar, no habrá más oportunidades. Se confirma la derrota y cierro hasta otra el honesto rincón de la esperanza. De nuevo el multiforme río de personas se mueve pero esta vez buscando las salidas. Se repiten las bufandas, y las banderas se enhiestan mientras se reafirman las risas y los signos de triunfo reflejadas en los guiños insolentes de quienes se sienten parte de la tribu hoy victoriosa.
Diluida de nuevo en la corriente blanquiazul me pregunto qué fuerza irredenta empuja a tanta gente a acudir puntual a esa cita siempre impredecible del campo. ¿Será cuestión de adrenalina? ¿O será tal vez la aparente posibilidad de amar y odiar a voz en grito, aun sabiendo que los que allí corren y luchan no son más que un símbolo circunstancial y pasajero de las pasiones del corazón? No tengo respuesta. Ni la tengo a que sea tan fácil llenar un estadio y tan difícil que el mismo número de personas, que posiblemente fueran otras, sumen sus fuerzas reclamando en la calle sus derechos y obligaciones como ciudadanos.
Ángeles Jiménez
Publicado 28/02/2013