Recorro las tarjetas de la cajita azul como si de la agenda básica de mi vida se tratara. Nombres que me son propios y otros ajenos se aventuran de nuevo en el crisol puedelotodo del tiempo. Algunos fueron parte integrante de mis días, otros apenas acertaron a ser un papel multicolor. Nada me dice el desglose de apellidos, teléfonos y dirección; nada en sombras y actitud.
Repaso nombres en la búsqueda de un más allá en la mañana. La luz, peregrina perpetua en esta tierra del sur, no puede darme más. Me acojo a su silencio y me dejo preguntar. ¿Qué manos transportaron un día ese pedacito de cartulina y lo entregaron como si de un tesoro cardinal se tratase? Pero no siempre obtengo repuesta.
Sin querer convertir en voluntad consciente al gesto, selecciono los nombres que no quiero perder. A ellos no renuncio, claro que no. Dejaron un rastro de sincera plenitud que el tiempo apenas ha podido obnubilar. Gracias al recorte de una tipografía clásica u otra más personal, se sientan aún en el trono de los justos, los apreciados, los nunca olvidados, los eternos compañeros de ruta.
Pero la gran mayoría de los nombres son ya anónimos y aparecen desmembrados y sin cara en el refugio parcial de su actividad profesional. Son los más, repito, de esta cajita de sorpresas, ya no están en mi camino y seguramente tampoco en el porvenir. De los minutos compartidos no queda rastro en la memoria; se acicalaron un día para estar allí, y el maquillaje terroso de ciento diez encrucijadas apenas sirvió para ese cruce fugaz, desmemoriado y banal. Se alejaron, y al no estar, dejaron trasformados en humo esos tiempos que pasaron sin pena y con evidente lejanía emocional. La cartulina blanca, o tal vez gris, o puede que azul, no rebela hoy un ápice de esa tan glorificada esencia virtual. No recuerda sueños, no alcanza a traspasar otro quicio compartido, ya no. Y no hay más.
Queda además, eso sí, un mínimo segmento de nombres que transformaron en parte mi camino y que ahora se mantienen, aunque equívocos y puede que inciertos, en las mutuas singladuras. Se escaparon sin más sus días de los míos; el andar paralelo terminó por divergir. La vida pasó por otros obstáculos y otros senderos diferentes en sus zapatos que en los míos. Siento una cierta nostalgia de esas otras horas que en ocasiones compartimos. No por los minutos en sí, sino por no poder elegir la vuelta atrás, la sinonimia de impulsos, la genuina aventura del no saber qué más vendría, qué otros rostros surgirían, qué otros momentos de luz y también de sombra esperarían detrás de la próxima esquina.
No hay vuelta atrás, ni yo lo necesito. Esto no es más que un leve guiño a la nostalgia, y en la breve lucidez recurro al viento que me lleva y con él a la fuerza necesaria para emerger de nuevo, porque siempre hay un brote más de sinceridad en cada brusco reflejo que emociona. No podría ser de otro modo, ni yo encontrar mejor impulso para supervivir.
Porque vendrán más. Adelanto relatos varios en esas otras tarjetas que en unos años llenarán de nuevo esta humilde caja con nuevas voces, y que un día, con seguridad, también olvidaré. Estoy segura de que tendrán su espacio muchos otros nombres, nombres que a la hora en que pacto este recuerdo me son total y felizmente desconocidos. Los tendré, y conocer que seré, no sólo testigo, sino plenamente protagonista, me ilusiona, y esa simple emoción se encarga de enhebrar el hilo de la actual inocencia al frío buscador de la memoria para dejar, como tantas veces, que el viento de la vida se abra paso sin más.
Angeles Jiménez
Publicado 23/11/2013