Sonríe. La enfermera acoge mi respuesta positiva a su llamada con una ligera sonrisa. Me conduce por un pasillo que, la verdad, apenas me importa. Me mira y sus gestos siguen afables y cercanos.
– ¿Estás nerviosa? –pregunta al momento, seguramente dispuesta a romper el hielo de la primera actividad de la mañana y de paso propiciar un poquito de saliva a mi garganta. Contesto a duras penas que un poco.
Avanzamos entre puertas laterales, algunas de ellas abiertas de par en par. La alta y reconocible figura de mi médico, en uniforme verde, se alza ya próxima al quirófano. Recibo la bata y las instrucciones en un espacio discreto y acondicionado con un asiento amplio y perchas colgantes. Espero impaciente la llamada que llega por fin.
– ¿Qué tal? –saluda mi médico, lacónico como siempre, pero dejando traslucir un ligero acento de empatía.
– Bien… Buenos días – acierto a desenredar la lengua de entre el manojo de neuronas nerviosas.
– Túmbate aquí, por favor. Boca arriba –me instruye por fin sin apenas variación en el tono de la voz.
Obedezco sabiéndome transfigurada en una mezcla de cordero degollado y ansiedad generalizada por estallar. Entrecruzo las manos por encima del pecho bajo el engañoso escudo de la calma gestual, pero apenas consigo mantenerlas quietas. Observo el ir y venir de las figuras a mi lado, la discreta solicitud de acciones entre ellas, el suave deslizar horizontal del complejo aparato que parece presidirnos a todos.
– Dame un toque –reclama mi médico al técnico.
La proyección superior se ilumina ligeramente. Mi médico observa concentrado algo que no alcanzo a ver. Escucho extremando al máximo el análisis de los mínimos sonidos que la satisfacción con la ubicación le lleva a preparar la jeringa y la medicación. No quiero mirar, prefiero distraer mi mente buscando otra cosa en la que pensar. Ya he dado muchas decenas de vueltas a deducir por dónde entrará la aguja, hasta dónde llegará y cómo haré para distraer el dolor y no moverme.
– Un pequeño pinchazo – dice por fin con el mismo timbre ponderado que ya empieza a resultarme familiar.
Noto que la aguja se introduce en mi cuerpo con un suave desliz levemente álgido, pero, sorprendentemente, el dolor es discreto. Distingo con facilidad las dos ocasiones en las que roza hueso pero, la verdad, siento las maniobras como si casi no fueran conmigo, como si la película que imagino la grabaran otros y yo fuera solo una espectadora más de ellas. Sé que los segundos pasan lentos porque acompañan al batir impulsivo del corazón, pero mi concentración se confunde entre el sentir y el no ver y no puedo enumerarlos.
La figura se aparta de mí. Me pregunto qué vendrá ahora.
– Este apósito es un poco grande –le oigo comentarme.
A qué replicar, pienso. No me importa. Lo que realmente me importa es que desprende la protección y coloca el apósito en mi cadera. Quizá haya acabado verdaderamente. Se separa ligeramente de la mesa del quirófano.
– ¿Ya está? –me oigo decir entre inquieta e implorante, sabiendo que una impulsividad irresistible ha superado a la autocensura.
– Sí, ya está –replica con la tranquilidad usual–. ¿Todo bien?
– Sí, sí, todo bien. Después de tantas canalladas como me han hecho, la verdad es que no me he enterado.
– Ya puedes bajarte. Con cuidado. Pide cita en la consulta en tres o cuatro semanas.
– Gracias –replico con suavidad y aplico mi voluntad completa en rehacer el camino hasta bajar de la mesa sin incidentes.
Apenas me visto de nuevo y salgo del área quirúrgica, empiezo a notar los primeros síntomas del anestésico. La cadera empieza a estar torpe e intuyo que en las próximas horas la progresión del efecto convertirá mi pierna izquierda en un juguete desobediente. Nada que objetar, nada que temer: sé que es temporal.
Lo que llega sin avisar es un punto eufórico desconocido. Y no estaba previsto. El alivio de haber pasado por fin esa hora fatídica que tanto temía se comporta como un chute de endorfinas al 99%. Nada que ver con las experiencias pasadas, mejor dicho, nada que ver con las horribles experiencias pasadas.
Está claro que las cosas se pueden hacer mucho mejor que en aquella Unidad de Dolor de la que no quiero ni acordarme. Desde la frialdad con el paciente, las expectativas permanentemente incumplidas con las citas, el extraño entramado de pasos hasta la atención o las decisiones injustificadas de los procesos, pasando por la dureza personal y profesional en la forma de aplicar los tratamientos, toda rememoración consigue alarmar de nuevo a mis neuronas sensitivas.
Sin entrar en detalles de organización, doy por seguro que una mínima elevación de los niveles de empatía y comprensión del paciente hubieran supuesto un alivio mínimo en los trances. Trances a los que, por cierto, no se acude precisamente por gusto. Si además tuvieran tenido la delicadeza de advertir antes de clavar las agujas o de recurrir al variado arsenal farmacológico disponible para evitar en lo posible el dolor, sus cruentas incursiones en las articulaciones sacro-iliacas no hubieran dejado mis uñas clavadas en la mesa del quirófano. Se ve que precisamente por eso la llamaban Unidad de Dolor.
Se ve también que para apreciar el cielo primero hay que conocer el infierno.
Angeles Jiménez
Publicado 31/03/2014