La soledad no es un aspecto banal de nuestra existencia, la injusticia es una fuerza que acaba por transformar en leones a las ovejas. Y aunque parezca mentira, injusticia y soledad pueden confluir en un único espacio temporal. Empiezo por la parte fácil. Imaginaba lo especialmente difícil que podría ser para un/a jugador/a de tenis cambiar de deporte, acostumbrado al suave y discreto discernir del árbitro y los líneas; a la exquisita distancia física y de comunicación; a la prohibición expresa de traspasar la zona propia de la pista para acceder a la contraria; a extender la mano al contrario (prácticamente sin remisión) al finalizar un partido; al callado asentir del público mientras dure el ir y venir de la pelotas en cada punto, apenas admitido el aplauso como única posible participación, sin interferencia y con el mínimo de parcialidad; y al derecho legal a solicitar la repetición del punto si considera que algo o alguien ha interferido en su concentración durante el juego. Un oasis de pulcritud envidiable en clara oposición a tantos deportes que hacen del cuerpo a cuerpo la razón de su existir, y no solo la suya, sino de las masas que los jalean.
Y es que, definitivamente, no me puedo hacer a la idea de lo que puede suponer colocar a nuestro exquisito tenista en mitad de un partido de futbol, balonmano o waterpolo, donde lo que prima es la patada, la zancadilla, el empujón, la ocultación del manotazo, el engaño al linier, el agarrón, la simulación de falta en cualquiera de las muchas entradas, el pisotón y la protesta enérgica al árbitro (siempre cargada de razón, ya se sabe).
Me cuesta imaginar las horas de adaptación que necesitaría nuestro sencillo protagonista, primero para entender y más tarde para aprender a desenvolverse, en un mundo donde lo que vale es el “yo por encima”, literalmente y en todos los casos.
Pues lo mismo pasa ahora en nuestra sociedad. Años de cambios, supuestamente hacia formas democráticas, nos han “bien educado”, haciéndonos creer que efectivamente habíamos mejorado el mundo, construyéndolo más civilizado y equitativo. Pero no ha sido así.
En realidad, por debajo de una apariencia organizada y sensata, se movían fuerzas y sinvergüenzas a escala monumental. Corruptos, malversadores, egoístas privados y egoístas de grupo, ladrones y gente de parecida calaña han instaurado engranajes degradantes en geografías degradas. Y lo han hecho dejando a buen recaudo, es decir, de su lado, el poder para cambiar las cosas. Porque el poder reside en saber cómo tener atados esos privilegios, cómo esquivar que las personas se eduquen en conocimientos, cultura social y libertad de pensamiento, y cómo reforzar con la máxima precisión las redes de poder, de tal forma que indeseables como estos se conviertan en cómplices interesados en seguir así.
Reaccionar en esas situaciones no es fácil, lleva tiempo adaptarse y obliga a un esfuerzo individual y colectivo de gradación titánica. Pero somos más y nos jugamos mucho. Si cada uno pone su granito de arena, en un tiempo volveremos a pisar una auténtica playa.
Y por si alguno lo duda, los deportes de contacto también se juegan a veces por personas educadas e íntegras, y el espectáculo mejora infinitamente.
Ángeles Jiménez
Publicado 30/1/2013