Anticipo la escena sin querer. Mi mirada, hasta apenas un segundo antes perdida en la noria insustancial de la espera hospitalaria, se deja aprehender por el movimiento sutil de la figura acercándose a las mesas. Es la hora del desayuno. Aun a pesar de que mi posición sobrepasa en dos pisos la altura de la escena, observo su discreción, su decidida aproximación al inequívoco perfil matinal. Más que observar, intuyo los detalles del intento de contacto en los gestos de ella y la fría ignorancia de sus interlocutores, que esquivan en pleno la propuesta con una mal disimulada superioridad.
Ambas sabemos, y es obvio que no existe un acuerdo comunicado, que la oferta y su significado real interrumpen el equilibrio cotidiano de esos trabajadores poco dispuestos siquiera al esfuerzo que les supone mirarla. En los platos permanecen aún los restos de un desayuno más; apenas unas pocas migajas que quizá atestigüen el ligero picantillo del aceite o el rescoldo imposible de un ápice de margarina. El sombra acostumbrado y ese té predestinado a un largo reposo no están ahí para admitir una osada interferencia con pulseras y gargantillas, por muy de moda que estén.
Mientras mi instinto de fotógrafa me hace buscar con prisa el móvil, la figura se aleja de una ronda en la que adivino una nula productividad. Intento retener en la memoria los detalles de una escena que se me antoja cotidianamente brutal. Funcionarios reales o aspirantes que rebosan salud y un punto de chulería, en base a ese no-sé-qué que destila el hecho de tener un trabajo al que volver. Asalariados comunes que, cuando esa generosa hora del café se da por acabada, se niegan a prestar una mínima atención, y tal vez un discreto “gracias”, a quien se acerca con educación y quizá no tenga nada más que ofrecer que un simple abalorio.
Improviso unas pocas líneas en el dominical que leía y el relato emocional de la escena se apresura a salir al tiempo que el mundo que me rodea se oculta a los sentidos. Fluctúan los segundos entrecruzados con las palabras hirientes que se agolpan en el perezoso rotulador. Observo una vez más la foto que he tomado. Trato de analizar el lenguaje gestual hasta que me convenzo de que no aporta nada más. El retrato físico es mucho menos significativo que lo retenido en la mente. A veces ocurre así; nada más que añadir cuando el lenguaje gestual es tan explícito.
Ella y yo
Cuando alzo lo ojos del papel, la figura, que a fuerza de memoria se ha vuelto familiar, está apoyada en el borde de la ventana a un metro escaso de mí. Es ella, sí, sin duda, es ella. Encubro como puedo mi sorpresa, y la mirada se deja atrapar por el fajo de pulseras de guiño multicolor que rodea con su mano. El impulso de entablar conversación me puede aunque las preguntas sean reconocidamente torpes.
– ¿Las vendes? ¿Cuánto cuestan?
Tras sus facciones sencillas y una mirada limpia intuyo una edad que, hoy en día, parece tener un difícil acoplamiento laboral. No puedo evitar comentar que he sido testigo de su paso por las mesas. Me confirma que no ha podido venderles nada y añade:
– Ni me miran. Esos nunca me compran nada.
El encuentro fortuito acaba en una animada conversación. Desgrana sus frases sin prisa, y con suave acento del sur me relata sus años de trabajó en una imprenta y más tarde como vigilante de seguridad. Un camino como el de cualquiera, pero marcado, eso sí, por el triste sello de una maldita crisis que ha ido arruinando a miles negocios y ha hecho más ricos aún a quienes la causaron.
Me explica que tiene tres hijos y que por nada del mundo los dejará sin comer; que la familia es quien la ayuda a salir adelante; que prefiere vender esas pulseras que hacen entre todos que pedir a cambio de nada; que le duele pero ya no le sorprende el desdén de algunas personas y su amago de suficiencia por creerse a salvo de perder el trabajo; que recorre todos los días en la ciudad un circuito propio, y que, mientras algunos dueños de negocios ni siquiera le permiten entrar y otros la expulsan sin contemplaciones, hay quienes la reciben bien y la ayudan siempre. Una descripción exacta de la sociedad malcriada que hemos construido entre todos.
Pasan las semanas y la escena permanece muy fresca en mí. Hoy, como muchos días más a partir de aquel, reconozco la riqueza humana que hay detrás del perfecto entrelazado y los alegres colores de mi nueva pulsera y agradezco a su creadora esta magnífica lección de vida.
Angeles Jiménez
Publicado 13/07/2014