Como en una comedia sobrevenida al momento, a mis ojos igual de divina que la de Dante, aventuro un pensamiento al dejar atrás la terminal del aeropuerto: “Olvidad toda idea preconcebida; nada será como esperabais, nada os hará sentir en adelante algo así, nada de lo que esperáis ocurrirá y ocurrirá todo lo inesperado”.
Iniciamos la ruta. Los árboles centenarios se acogen a la modernidad dejándose circundar por un halo blanco protector, un brindis desafiante a la agresividad de los viandantes motorizados. Centenares, miles de viajeros, en el desplazamiento continuo que exige perseguir la vida, resguardados y expuestos todos, sin excepción, entre medios oscuros y oscuros plenos.
Farolas solitarias iluminan un no-sé-qué endomingado. Ignorante plena, no encuentro respuesta alguna a esa y solo esa verdad inédita de luz anaranjada. Me pregunto qué será lo que persigue, quién y cuándo se respondió con causa a la pregunta y la transformó en tangible realidad.
Recupero el color tierra-tierra roja en las laderas occidentales del Atlas hacia el valle que envuelve a Marrakech. A poco, recupero también la íntima sensación de peligro en las curvas que nos destinan a la cumbre y de retorno en el tiempo, el que conjuga en huso y costumbres el flexible dominio de este conductor de firme trazada.
La olvidada oscuridad
Entidad corpórea como pocas, vuelvo a atrás en el tiempo, recobro esa extraordinaria sensación de pequeñez, reinicio esa plenitud sólida y admirada: recupero la oscuridad. Me repito a mi misma la palabra y la saboreo con lentitud recreándome en cada una de sus sílabas; indago en ellas sin querer, pero contando con las sombras errantes que engrandecen esta noche negra y negra de postín.
La oscuridad es total, nada es visible alrededor. ¿Se puede echar de menos la luz? Se puede si las retinas no están advertidas, si los bastones, largamente desentrenados, precisan de ella para retener esos fragmentos corpóreos que pretenden dar jugo a la memoria. Atisbo una sincera admiración por estas sombras acolchadas, por esta vuelta a su belleza genuina y primigenia.
Presiden las estrellas, por fin puedo afirmar con rotundidad que hoy presiden las estrellas. La añoranza inadvertida cristaliza, se hace tangible y emociona. Si la Estrella Polar cambiase de rumbo, lo sabría; si Venus decidiera pelearse con la Luna, también; si las dos Osas se pusiesen a jugar, las seguiría encantada. Qué penetrante sensación de inmensidad, de credulidad absoluta en esta noche descomunal.