¿Síndrome del qué?

El pasillo se le antojaba muy blanco y muy largo. La sensación de lejanía y de insignificancia se hacía más grande cuanto más lejos iba su mirada. Mucho camino, mucho silencio y mucha sensación de haber llegado por fin a algún sitio aunque no sabía muy bien a dónde. Todavía una espera más, la siguiente, como un paso corto que deseaba la llevara, por fin, a algún lugar con parada y alivio a ese maldito dolor que la perseguía.
María era ya una mezcla sostenible de impulsos, el de deber llegar pronto y el de querer acabar antes, el de estar allí deseando profundamente no haber llegado nunca, el de dar rienda suelta a la inquietud mientras las palmas de sus manos, traicioneras, ponían un punto de realidad al eficaz control que la ambigüedad gestual mostraba. Eran muchos nueve años y dos cirugías de hernia de disco; eran demasiados, sin ambigüedades, los más de 100 meses buscando razones y redimiendo causas, y la última, sin aparecer aún. Definitivamente una cruzada inútil que nunca gratificó a nadie pero paso obligado en cientos de causas como la suya.

La pequeña luz que se abrió por la casualidad de la persistencia y el ojo clínico de su amiga Emilia había ido sumando potencia. Ya parecía ser algo más que una luciérnaga de cinco vatios y casi estaba llegando a bujía sostenida de 40. Por fin, alguien había dado un nombre a su dolencia: “Creo que es un síndrome del piramidal, pero vamos a confirmarlo”.  “¿Síndrome del qué?” se preguntaba María apenas salió de la consulta del traumatólogo, mientras se las arreglaba para transportar por enésima vez todo un cargamento de placas, resonancias, ecografías, gammagrafías y decenas de informes acumulados con los años.

 

Un pequeño salvavidas 

Los dedos, tan acostumbrados a teclear infinitas horas en el ordenador, revelaron sin embargo su torpeza ante una posibilidad incierta pero probable de hallazgo que le atañía por fin. La esperanza que acompaña siempre al paciente y que no se esfuma nunca, en ella se dejaba soslayar en parte por la huida inconsciente de encontrar una respuesta negativa. Por muy constante y voluntariosa que fuera la búsqueda, en el fondo, el temor intangible a una verdad sin matices no era una simple revelación, era encontrar el rastro de algo posible o imposible de solucionar. Y nada más esperanzador que la incertidumbre, nada más azaroso también que la incertidumbre.

Tras dos simples clicks de ratón, un texto sencillo y muy bien ilustrado apareció de inmediato llenando la pantalla, otra finta más de la magia de Internet. María lo leyó y releyó, leyó y releyó varias veces mientras, como siempre, repetía como un mantra el gesto de sentarse y levantarse para aliviar el dolor. “Está clavado; es una maldita ciática”, pensó, y al repensar 30 segundos más tarde, se preguntó si tenía la suerte de que la hubiera visto el único traumatólogo del país que asistió a clase el día que explicaron algo por lo que la gente acaba desesperada, y tras muchos años de peregrinaje, en la Unidad de Dolor.

Y ahí estaba, en “su” Unidad de Dolor, con un diagnóstico por fin y muchas dudas por delante. Era consciente de la cautela con la que llegaba a aquel más que concurrido pasillo. Tantos años con el problema y tan pocos resultados habían ayudado construir una coraza de protección ante las posibles expectativas. Pero ahí estaba, dispuesta a no pensar en lo que tenía que venir para dejar lugar solo a la confianza en los médicos, a pesar de tantos pesares. Alguien le había lanzado un salvavidas y, aunque de infinitésimo diámetro, María se agarraba en silencio a él.

Angeles Jiménez

Publicado por primera vez 26/4/2011

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