La frase anuncia mi penúltima espera: «Nos vamos al quirófano». Los pasos acercándose, la figura blanca y en contraste del celador en la puerta y el retorno a la cama después del inquieto paseo matinal, por familiares, no me dejan ni un ápice de sosiego.
Desde allí, el temido circuito por los pasillos del hospital, el horizonte único de los fluorescentes en el techo, los inconfundibles movimientos mitad deslizantes mitad saltimbanquis de entrada y salida de ascensores, el franqueo de puertas abatibles y, por fin, la parada semifinal en el antequirófano.
Y la espera.
La amabilidad de las escasas personas que atienden la inmensa sala, sus temas coloquiales, la luz diáfana de esa primera hora del día maceran mi infierno interior a fuerza de voluntariosa distracción. Me repito los mensajes, las razones que me han llevado hasta allí y que se sustentan en racionalidad y exasperación pero que, en esos larguísimos minutos, están en plena batalla con el miedo y la emoción.
Llega la vía.
Recuerdo a mi padre, su generosa tranquilidad antes tantas situaciones similares como pasó, su callado dejar hacer, su colaboración extrema como paciente, su voluntad inquebrantable.
«Es un pequeño pinchazo nada más». La voz cadenciosa de la enfermera me baja al mundo real.
Cada paso, por conocido, no me deja indiferente. La voz del cirujano aproximándose y, por fin, mi diálogo con él. Es un notorio cambio de plano respecto de tantas consultas, el poder absoluto está ahora en sus manos y lo sé. La espera del anestesista; la entrada al quirófano, un lugar que mis ojos miopes intuyen ecléctico y en real definición; las frases coloquiales que ellos intercambian y la última conmigo: «Piensa en su sitio bonito». «La playa» acierto a responder mientras la mascarilla burbujeante y neblinosa se va acercando y la respuesta divertida del cirujano se cruza con el consejo del anestesista: «Respira, respira hondo». Sé que esos escasísimos segundos de consciencia que me quedan darán paso a un después…
A brazo partido
Vuelve la consciencia.
Con el primer empuje pruebo y compruebo la movilidad de ambos pies y lo acojo, desde algún lugar, con extrema sensación de alivio.
Los intentos de despertar se prologan. Sé de mi lucha por levantar ese velo que me oprime y a la vez me protege, y sé también de la aparente inutilidad del esfuerzo por tiempo indefinido. Por fin, la suave voz de la enfermera se acerca y me anima a despertar prometiendo la habitación como próxima estación de paso. Reconozco la propuesta como el único refugio posible en un mundo incontrolable y hostil.
Otra vez las luces cenitales, otra vez los pasillos, otra vez el ascensor y la lejana sensación de etapa superada que quiere autojustificar el miedo pasado entre constantes incursiones en la nulidad sensorial.
Van pasando las horas, llega el loco rechazo de la naturaleza a la medicación analgésica. Se imponen los vómitos y las nauseas. El cuerpo se sigue agarrando a la inercia ciega y dominante del sopor que perdura aplastante y cada movimiento se anticipa imposible. Mientras, la mano de Agustín sigue ahí, con la paciencia de siempre, acercando veloz el recipiente, sujetando mi cabeza en el imposible escorzo y comprendiendo en silencio mis lágrimas.
Pasan las meriendas, los desayunos y las ingestas varias entre goteros que se suceden. Por fin, 48 horas después de la última comida realizada, el duermevela se despeja y el instinto consigue superar a las fuerzas aplastantes que me atenazan. Deseo comer. Un nuevo paso de tuerca, una batalla más ganada con voluntad.
Llega otra noche. La movilidad milimétrica y doliente me permite oscilar ligeramente y cambiar de posición. «Eso no lo hace todo el mundo» me dirá el cirujano medio día después haciendo que mi fuerza esperanzada se acreciente. La mente y el cuerpo se ponen de acuerdo en la rebeldía para el imposible descanso. La noche se alarga infinitamente. No es el enésimo cambio de gotero, ni las entradas frecuentes de las enfermeras, ni el calor de la habitación, ni el ruido exterior, ni la dureza del colchón,… Soy toda yo lo que me pasa para no encontrar una posición duradera de reposo. Y como de razonar no se trata, me acojo voluntariamente a las sensaciones exquisitas de flotar en la piscina y el azul intenso se escenifica en un paréntesis de dulcísimos minutos.
Un nuevo día
Amanece por fin. Es tiempo de reencontrarse con la familia y los amigos, de devolver su cariño y decirles personalmente que todo va bien, que lo duro ya ha pasado y que todas y cada una de sus palabras me han sostenido estos días. La llamada de Nieves trae al presente algunas imágenes oníricas de la noche pasada. Ambas reímos con ganas al contarle que en el sueño me inscribía de nuevo en un campeonato de tenis. No me molesto en indagar cuál de todos los fármacos es el responsable de tan valiente ilusión, no merece la pena.
Llega el momento de comprobar la situación de los tornillos antes de ser levantada por primera vez. Reconozco en las bromas de los celadores el intento de solidaridad con quien saben indefensa y temerosa. «Si las sábanas no tienen demasiada lejía no se preocupe que resisten», y así, en volandas, paso y retorno de la mesa de placas a la cama y de ésta a la silla por fin en vuelos equilibristas que consiguen detener mi respiración y puede que el corazón también. Consigo superarlo.
Saber que el momento de ponerse de pie está al llegar, aunque veterana ya en ello, me inquieta especialmente. Repaso mentalmente el proceso como si de construir otra Torre Eiffel se tratase. Llegar a la vertical requiere un conjunto de movimientos sincronizados que incluyen atrevimiento pero que, indefectiblemente, generan adicción.
Y así, de hito en hito, la programación consciente sustituye al instinto. Me ilusiona saber que todo se tiñe ahora de un barniz de “primera vez”: primer alejamiento del gotero, primera visita autónoma al baño, primer paseo por la habitación, primera vuelta a la planta,… Cada pequeño avance es una victoria en la batalla personal y sé que poco a poco llegarán muchas más.
Ángeles Jiménez
Publicado por primera vez 6/3/2012