El pasillo es largo y estrecho. Caminan cabizbajos pero no inseguros. Se circunscriben al ámbito preciso de dejar un metro libre a su alrededor, y nunca caminan solos. Avanzan estas huestes atemporales en rigurosa procesión, a escasos centímetros entre sí y desmesurados abismos entre todos.
Veo muchas canas, múltiples miopías y pocos flequillos descontrolados. Porque el agua no sale nunca de su cauce, y es evidente que lo hay. Aunque no tenga bordes y sí complejos pedregales, la conducción es sosegada pero no abstracta; apenas requiere más meditación, está ya bien meditada.
Llevan la sabiduría impresa. Las larguísimas discusiones, el profundo halo de aquiescencia es lo único que sale al exterior. Los largos años de quehaceres e impregnación osmótica de sabiduría se expresan en recónditos mensajes. Construyen admiración, se afanan en divulgarla sin más exceso aparente que el murmullo sumiso y reclamante de la pervivencia en el tiempo.
A su lado otras muchas figuras se convierten en anónimas. Se torna anónimo el especialista que debe dejar su trabajo apenas cumplidos los cincuenta mientras alguien le susurra al oído que se ha hecho mayor. Se vuelve invisible el empleado cuyo pecado de longevidad se resume en confiar en que hizo algo bueno por su empresa y no prever la deslealtad. Se convierte definitivamente en niebla la mujer que saltó de trabajo en trabajo apenas convertida en mano de obra barata pero siempre útil. Y en la confusión, algunos hasta incluso realizan esfuerzos supremos intentando que dejen de contar todos y cada uno en las estadísticas; se ve que molesta tanto cero añadido al gasto social y a las pensiones por alcanzar.
Aunque parezca mentira, hablo del mismo mundo, el que hemos construido, y algunos, por desgracia muy poderosos, se empeñan en convertir en piedra angular del evidente retroceso que vivimos. Hablo de esta atmósfera hipócrita de venerables mayores que mantienen el timón en la institución más vieja del mundo, la Iglesia católica, mientras el resto del mundo se estremece por el crecimiento del hambre y el abismo entre clases sociales. Y me refiero también a esos taimados empresarios que expresan sus dudas sobre la validez de las personas mientras se aplican en poner sus costosísimas firmas en un ERE cualquiera.
Y es que algo no cuadra. Si la organización más antigua del mundo se mantiene rica y poderosa manejada por septua y octogenarios, si todavía nadie ha visto que un consejo de administración de ninguna gran empresa decrete para sí mismo un ERE por pasar de los sesenta, si la media de los políticos con cargo quisieran poder volver a cumplir los cincuenta, a cuento de qué esos mismos hipócritas intentan convencer a la sociedad de la conveniencia de descartar las opciones profesionales de las personas apenas llegan a la recta final de los cuarenta. Hay muchas respuestas posibles pero hoy escojo una muy fácil de entender: “antes de que alguien piense que sobro yo, es mejor que utilice mi poder para convencerte de que sobras tú”.
Ángeles Jiménez
Publicado 13/03/2013