Vikingo de corazón

Apenas empiezo a desprenderme de la emoción de un Madrid sofocado, pero no caótico, y mi gente enhebrada en sus múltiples quehaceres, aparece en el asiento contiguo una especie de vikingo insospechadamente comunicativo. Varias centenas de kilómetros por delante y la, hasta ese momento, desconocida magia de la comunicación personal en el tren hace aparición por sorpresa, como si de un caballo alado se tratase y acaparase con un único gesto toda mi atención.

Tras la segunda y sorprendente frase de introducción, la inocente solicitud de un papel que a modo de pañuelo consiga secar el manantial de sudor de su tez acalorada, la ligera torsión a la que me obligo fuerza un mínimo detenimiento en su figura. Reparo en el rápido vistazo en su esculpido perfil nórdico, el cabello castaño claro recogido en cola, la piel sorprendentemente curtida por el sol, el torso y la musculatura de los brazos poderosa y un adelanto de edad en el que equivoco, en bastante, el cálculo.

Confieso que quizá se tratase de una suma de sorpresas. A la mía, por el curioso inicio de interlocución, él añadió, involuntariamente, otra más explícita por ser ambos capaces de dialogar en inglés. Feliz despertar a la comunicación, repitió mi pensamiento en consciente. Tras decenas de viajes en este tren superdotado en todo, menos, al parecer, en que despierte el interés por conversar con los compañeros de asiento, no dejaba de resultar interesante el prometedor cambio de situación.

La curiosidad, que es un territorio bien definido en el humano, no es una de mis principales atributos, dicho esto siempre con la coletilla añadida de “para bien” y “para mal”. Para bien porque la pulsión no acaba por llevarme a ningún pecado de indiscreción; para mal porque indagar en las circunstancias permite apurarlas más amplia y profundamente. Al final, los pros y los contras terminan por dejar como poso un equilibrio justo. O eso creo.

 

Refugiados en la isla

El recorrido de las casi tres horas no se hizo breve pero tampoco resultó en absoluto escarpado. Mientras el devenir errante de los kilómetros mecía el tren, la conversación fue navegando por aguas diversas pero plácidas y continuamente reveladoras. Con las variaciones rítmicas e inflexivas propias de los silencios y los cambios del entorno, él fue relatando su altercado en el control de equipajes, que casi le hace perder el tren; los estratosféricos precios de nuestra capital, al parecer cruelmente incrementados para aquellos que destilan extranjería por cada poro de piel; y un sinfín de aspectos para él asombrosos en los que, por el contrario, es difícil reparar si constituyen parte de tu día a día.

Lo sorprendente que a sus ojos resultaba nuestro paisaje, cambiante y ordenado, pero crónicamente alejado de los rotundos y empinados bosques de su país, empujaba la balanza de la singularidad equilibrando nuestro lado el más que supuesto embrujo de sus montañas aladas. La confluencia en la preocupación por los desastrosos efectos del cambio climático y las consecuencias del deshielo nos llevó a ampliar la mirada a los efectos de la latitud en sus estaciones, las extremas variaciones de esos periodos de día y de noche o la inmensa lejanía de sus conceptos de frío con los nuestros. La guasona expresión que reflejó su cara al pedirme expresamente reconfirmación sobre el concepto de frío me hizo comprender al segundo mi extremo desenfoque al afirmar que los 0oC del invierno de Córdoba pudieran ser en absoluto comparables a sus -25 oC de media o los -40 oC de la parte norte de su país. Duro aterrizaje en la realidad que nuestro tiritar de invierno fuera “la temperatura de su primavera”.

Quizá fue la cercanía de Málaga la que empujó mi sobria simplicidad a una mínima indagación. O será que no pude dejar pasar la oportunidad de saber de una vez por todas la razón de su estar allí, en un tren destinado a un sur notoriamente caluroso y un punto aletargado, y con la simple compañía de una mochila a todas luces vacía y entregada a las circunstancias. Le pregunté por qué viajaba como quien espera encontrar en la respuesta la textura y la esencia de la piedra filosofal que delatara una disonancia cognitiva que mi cabeza no acertaba a enfocar. Y aunque la respuesta fue simple y poco elaborada, la elección, el orden y la cadencia de las palabras resultaron tan concretos como un discurso de cien palabras. Porque en mi país hay demasiadas normas, y yo necesito salir de eso, necesito respirar, fue el literal de su frase. Y pensé, enhebrando en un segundo toda nuestra conversación, que esa necesidad de vuelo encontraba, seguramente, un encaje difícil en sus 40 años y la estela de dos hijos colgada.

La proximidad del destino final del AVE en este trayecto, bien lo sé, se adivina con facilidad en el incrementado nerviosismo de los pasajeros y las últimas remontadas en la velocidad del tren. Advertido previamente por mí, se entretuvo en plasmar en imágenes los 301 Km/h del pico de aceleración que reflejaba la pantalla mientras el creciente murmullo de la multiplicidad de conversaciones, marcadamente dominadas por los acentos malagueños, disolvía la magia de un viaje positivamente transformado a inolvidable por la sutil simplicidad de un nórdico con vocación de conversador.

-Nice to meet you. Thanks so much for everything –se despidió tras para recoger del altillo la bolsa que completaba su escueto equipaje y desaparecer camino de la puerta que alejaba su presencia del mío.

-It was a pleasure indeed – acerté a responder con palabras, recreando varias veces en mi mente el eco apagado de la última de ellas.

 

Ángeles Jiménez

Publicado 7/8/2016

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