¡Qué falta hacen!

Las lágrimas están listas. Siempre lo están en momentos así, pero la fuerza de la voluntad ejerce de nuevo un insalvable dominio. Esta humedad que está a punto de florecer en los ojos de ambas jugadoras, y por motivos bien distintos, empuja un mismo mensaje de reconocimiento agradecido a su oponente. Es un homenaje, su homenaje.

CAA30x15fthcajLa perdedora del Open de tenis de Australia del 2015, Maria Sharapova, antepone en su mensaje palabras de admiración, respeto y felicitación hacia la vencedora, Serena Williams, en esos minutos que culminan tantas horas de esfuerzo, sacrificio y contención emocional. La ganadora, alegre, satisfecha y vibrante, reconoce el compendio de valores que han llevado a Maria a esa final y le han puesto a ella misma tan difícil el triunfo. Hasta ahí lo relativamente habitual, o, mejor dicho, lo pulcramente habitual en según qué deporte. Pero hay más.

Trofeo en mano, Serena anuncia que dobla su donación por cada “ace” conseguido (punto directo de servicio, para los no conocedores de la jerga del tenis), pasando de 100 a 200 dólares por cada uno de esos mazazos que prodiga sin piedad. Algunos me dirán, y les doy también la razón, que esa cantidad es muy poca cosa al compararla con los muchos ceros del cheque obtenido como premio. Y respondo que, en mi opinión, lo más importante no son los más de 3000 dólares que recibirán las personas a las que pueda beneficiar (y lo será para ellas) sino el ejemplo que el propio anuncio supone en sí mismo, al ser voceado a los cuatros vientos por la multiplicidad de canales de televisión e internet que siguieron el partido y la entrega de trofeos, una audiencia “nimia” de muchas decenas de millones de personas.

Y así vuelvo a uno de mis temas favoritos: los valores que enseña el deporte. No puedo dejar de admirarlos ni puedo evitar seguir rebuscando en ellos. Es fácil envidiar los millones de dólares o euros que algunos deportistas ganan al año. No resulta tan fácil seguir hora a hora su ejemplo de trabajo a lo largo del tiempo, sus horas de aprendizaje, sus viajes continuos, sus decepciones, su capacidad de sacrificio o de sufrimiento y su soledad en la pista. Eso ya es más duro de compartir, ¿verdad?, pero es ahí precisamente donde se aprenden los valores del deporte.

 

Otro gallo nos cantaría

La rivalidad es condición necesaria en el deporte (por definición, actividad física reglada), pero es una condición temporal y nunca debe (en general, tampoco suele) ir más allá del tiempo que discurre entre el inicio y el fin de la confrontación. Los contrastes de este enfoque con lo que ocurre en nuestro entorno social y, sobre todo, económico y político, son evidentes y también dolientes.

El objetivo principal del deportista es la búsqueda constante del logro, pero siempre a través de la mejora, el perfeccionamiento, el mucho sacrificio, la constancia, la humildad constructiva, el trabajo en equipo, la confianza y la necesidad de demostrar el valor propio en cada actuación, no siempre a costa del ajeno. No hay otra forma. Aunque algunos no lo hayan pensado nunca, las posibilidades de triunfo en cada partido, carrera o competición se pueden calcular a priori con una fórmula matemática muy simple: 100 dividido por el número de participantes. Poner el pie en la pista significa asumir el porcentaje que le toca a cada cual (50/50 en el caso del tenis) y tratar de desequilibrarlo hasta llegar a vencer, que para eso estás ahí.

Es obvio que el resultado es óptimo, cuantitativamente, para muy pocas personas. En el cómputo total de los deportistas profesionales y no profesionales, algunos triunfan indiscutiblemente, con sus días de gloria y de derrota incluidos, de eso no se salva nadie; otros no lo consiguen en absoluto; y la gran mayoría se queda en unos términos medios de variable intensidad a lo largo del tiempo. Pero los grandes aprendizajes que alimentan la personalidad del deportista son la incorporación de esa visión del trabajo disciplinado como necesidad absoluta para obtener el mérito y la persecución del logro con esfuerzo limpio hasta la última gota de aliento.

De la misma forma que no puedo entender la alegría de una victoria lograda a base de patadas y trampas, no puedo dejar de soñar con un mundo en el que los valores que hacen grande al deporte y admirables a sus practicantes más notables fueran inculcados en la escuela con la misma saña que las matemáticas o la lengua. Estoy bien segura de que otro gallo nos cantaría.

 

Angeles Jiménez

Publicado 13/2/2015

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